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La imagen es un escritor frente a su texto corregido bailándole un zapateado en la bandeja de entrada. Es como decir: «Y ahora viene cuando la matan».

Hace mucho que ese escritor no reza, pero la ocasión lo merece. Ha rogado al cielo que a la correctora le haya encantado su narración tanto como le encanta a él. Una novela terminada vale más que un homenaje en un tres estrellas. Mejor que haberse ido de viaje. Tendrá fallitos, pero le recorre ese orgullo secreto de que su texto es… bueno.

Acaba de poner la palabra ‘fin’ a su novela y vive un momento de éxtasis. Se inicia un viaje. En cuanto tenga en sus manos el texto corregido, ya nada será igual. Clic para tuitear

Le tiembla un poco el pulso al abrir el correo que la correctora (¡qué maja es!) le ha remitido.

El escritor frente a su texto corregido por él mismo

Retrocedamos…

Escritora satisfecha frente a su texto corregido

«De verdad, no es porque lo diga yo, pero acabo de corregir mi novela y está para chuparse los dedos».

Hace ya un par de meses que colocó la palabra FIN. Tuvo un subidón de adrenalina y dudó entre salir a correr o abrirse una botella de champán.

No hizo ni una cosa ni otra.

Se puso a revisarla.

De inmediato.

Seguro que no haría falta ni darla a corregir.

A medida que leía, le sobrevenían oleadas de íntima satisfacción, de sensación de éxito. Ya veía su obra en los escaparates de la Casa del Libro y en los expositores de El Corte Inglés.

Siguió leyendo. ¡Qué capacidad de juntar palabras y ocurrencias! Todas suyas. Corrigió alguna errata, cosillas menores que habría tenido que detectar su Word; como cuando quiso decir «elogió» y se dejó la tilde. O cuando quiso decir «fresas» y puso «frescas». O «cacereña» en lugar de «cazallera».

Tampoco captó Word que donde decía «previo» tenía que haber dicho «previó». O «peor» en lugar de «pero». Ni «cesado» en vez de «censado».

Mierda de Word.

Encargará la corrección, pero a ver qué piensan cobrarle; solo por el gustazo que se darán de leer lo suyo…

Fallos así puede tener cualquiera. Lo gordo es fantástico. Recibirá elogios, felicitaciones, aplausos virtuales. Oye las ovaciones en su cabeza: «¡Maravilla! ¡Otro escritor novel que lo peta!».

Se santigua —hace mucho que no— y pulsa el botón de «Enviar».

Alea jacta est.

La correctora ha recibido el texto del cliente

La correctora que recibe un texto para la prueba consulta su agenda. Sabe de la ansiedad por la que pasa ese escritor hasta que le va de vuelta el texto corregido. Ojalá pudiera responderle hoy mismo, pero hay tres por delante. Y los encargos.  Mira de nuevo sus notas. No tiene un solo hueco.

Los autores que recurren a ella una y otra vez saben de su autoexigencia y de que cumple. No pasa nada si ese autor nuevo espera veinticuatro horas.

Pero si ella pudiera ver un holograma a través de la pantalla de su monitor, se toparía del otro lado con alguien que espera. Que no pestañea. Que tiene los ojos clavados en ella y espera, cuando menos, algo rápido en la bandeja de «Recibidos». La correctora ha tenido que leer ya las primeras páginas. De un momento a otro sonará el clic de la notificación.

Ella sigue. Sabe que, a poco que se despiste, el calendario le gana la partida. Un libro de amargas reflexiones, una novela contemporánea, otra de historia reciente, otra de fantasía, un ensayo, unos relatos, artículos para webs… No todos tienen la misma urgencia, pero corrige cada día con escrupulosidad germánica, adjudicando equis tiempo para cada autor.

Apenas saca para hacer un poco de ejercicio y breves incursiones en las redes sociales.

Adora su trabajo y adora a sus clientes. Algo le dice que la adoración es mutua y hasta recíproca.

El escritor se desespera frente a la pantalla

El tiempo pasa y la bandeja de entrada sigue muda. Hoy, el escritor ha consultado el móvil una media de cinco veces cada cuatro minutos. ¿Dónde está su texto corregido? ¿Tan malo es?

«Tenía que haberle enviado la novela completa». Y haber empezado incluso por algo más liviano, menos enigmático. Puede que la correctora no haya entendido los dobles sentidos o que la mezcla de voces… Claro, ¡cómo esperar algo así de un autor novel!

Las sienes lo martillean. Se toma un paracetamol y se tumba en el sofá con la cabeza embozada entre cojines.

Escritor frente a su texto corregido

«¿Por qué no responde la correctora? Mi novela es buena ¡y yo ya hice mi parte!».

Se despierta con la boca seca, la pierna derecha acolchada y un desagradable hormigueo en el brazo izquierdo. La cabeza, peor.

La verdad amarga se hace presente: su novela es una castaña; qué vergüenza. En qué mala hora… Pero qué falta de cortesía de la otra parte. Él ha hecho lo suyo. ¿No dicen que tiene que corregirla un profesional? ¡Pues que lo haga ya, leñe!

Clic. Una notificación. Un sobrecito. «Páginas de prueba». Ahí está. Todo es problema suyo. Ya se lo decía su última novia: «Eres un ansias».

Pide disculpas virtuales a la correctora. Solo falta que se haya lucido.

El escritor frente a su texto corregido por una profesional

Tiene delante el correo con unas palabras corteses, pero sin expresiones de asombro o de reconocimiento. Elogios, tampoco. Que revise la prueba, dice; que si es lo que quiere y que si se ajusta a lo que estaba buscando, pregunta.

Abre el adjunto.

Las páginas parecen producto de una psicodelia; sería bonito si no fuera porque cada marca encierra una leyenda perturbadora. Y si no fuera porque cada leyenda se repite a lo largo de las dos páginas y media de prueba:

  • Párrafo interminable.
  • Repetición de palabras y de sonidos.
  • Reiteración de concepto o de idea.
  • Falta de concisión.
  • Abuso de posesivos.
  • Falta de correlación entre tiempos verbales.
  • Diálogos predecibles.
  • Adjetivo superfluo.
  • Significado desajustado.
  • Metáfora extravagante.
  • Multiplicidad de adverbios terminados en -mente.
  • Expresión tópica; lugar común.
  • Expresión ambigua.
  • Término confuso.
  • Exceso de conectores.
  • Voz narradora que repite lo dicho por el personaje.
  • Error de puntuación.
  • Uso erróneo de preposiciones.
  • Ambigüedad en las voces.

Hay, además:

  • Párrafos cambiados de lugar o diseccionados o bajados de línea.
  • Frases con invitación a ser formuladas de otra manera.
  • Secciones eliminadas.
  • Puntos y aparte imprevistos.
  • Comas situadas en nuevos lugares.
  • Muchos punto y coma que no estaban (esto sí que no lo previó en ningún momento).

El mundo se le viene abajo al escritor frente a su texto corregido por la profesional. En su caída, arrastra sueños y fantasías. La realidad se ha vuelto definitivamente cruel y su ego ha sufrido el mayor varapalo de la historia.

La correctora ante el texto recién corregido

La correctora, a la vista del texto del escritor, podía haber corregido por encima, embolsarse lo suyo y… aquí paz y después gloria.

Pero algo dentro de ella —¿su religión, su ética, el propio control de cambios, su pundonor?— vigila cada movimiento sobre el teclado y le suelta aquello de «más a tiempo que ahora, nunca».

La correctora ante el texto por corregir

La correctora, ante el texto, invoca a toda la corte celestial.

No es fácil.

Tiene la responsabilidad de tender un puente a ese autor, pero nada le libra de ser una aguafiestas. No le queda otra: será honesta y le evitará vergüenzas futuras.

Sabe que el escritor vivirá un calvario en cuanto reciba su texto corregido; que se descalificará y se hundirá en la miseria; que pensará dedicarse al macramé y que abandonará la escritura. Y sabe que habrá sido ella la inductora.

El caso es que le había dado un presupuesto orientativo, el estándar, pero esto no es para un trabajo estándar; no lo es si quiere ayudarlo. Sabe que el escritor no entenderá que escribir —dado que es español nativo— no es tan distinto de hablar. Y él habla bien; de hecho, se entiende con todo el mundo, menos con quien no quiere entenderse. Y lee bien. ¿Cómo puede ser que no escriba bien?

Ella sabe que el autor la odiará y que se le cruzarán miles de preguntas y más de un dardo envenenado.

Y se acuerda de lo del puente. Tender ese puente es lo que tiene que hacer.

La correctora se sincera con el escritor

La correctora se rodea de precauciones para afrontar la papeleta. ¿Qué haría él en un caso así? Le pide que tome distancia con su manuscrito y que eche mano de su ego profesional. Que no llore. A analizar la obra hay que venir llorado.

Con el ánimo dispuesto, le pide que revise cada nota y lea cada comentario; que comprenda su razón de ser. Y si no la encuentra o no lo entiende, que pregunte. El objetivo es salir del atolladero, buscar soluciones. No marear la perdiz.

Puede que, a partir de una corrección profesional, la mirada del autor cambie. Que a partir de ahí, se inicie una etapa ventajosa y salga un texto que valga la pena. Y que, a partir de ahí, ese ego se construya sobre una base mucho más firme.

Lo que la correctora viene a decirle al escritor

Para empezar, quiere decirle lo siguiente: él sigue siendo una bellísima persona y se han convocado para enmendar lo que tiene el texto de enmendable.

Por tanto, viene a decirle que…

  • Se cuestiona el texto, no al autor.
  • Las correcciones pasan filtros: el primero es el de la norma lingüística; el segundo, el del tono del propio texto; el tercero, el designio del autor. Significa que hay aspectos que van desde lo impepinable hasta lo mejorable, pasando por lo sugerible. Y significa que, a fin de cuentas, quien decide es el autor.
  • La correctora trata de ser amable, pero va al grano. Los comentarios en el margen derecho no son cartas de amor. Cuanto más escueto el comentario, mejor.
  • La correctora es especialista y se comporta como tal: tiene razones para intervenir en el texto como lo hace. Ni más ni menos que como se espera de cada profesional en su campo.
  • El cuerpo a cuerpo y los pulsos no entran en este debate. Quien ha de salir beneficiado es el texto y, por ende, su autor. A quien corrige, no le mueve otro afán.

Viene a decirle, en definitiva, que ella está de su parte.

Propina 1

La próxima vez que te encuentres, querida escritora, querido escritor, frente a tu texto corregido, recuerda estas palabras: la correctora o el corrector en quien has confiado está de tu parte. No viene a pelearse contigo.

Tenlo presente.

Propina 2

Esto solo pasa esa primera vez. Si el escritor o la escritora han tomado buena nota de los apuntes, la segunda vez es mucho más liviana la cosa. Y más feliz. Siempre será necesaria la intervención de los ojos que no solo ven más, sino que saben ver.

Propina 3

A Gabriel García Márquez se le atravesaba la ortografía hasta el punto de que propuso simplificarla. Se encomendaba a sus editores y correctores para que enmendasen lo que para él era una tortura. ¿Lo bueno? Que se lo tomaba con humor.

En Vivir para contarlo, relata esta anécdota de Andrés Bello, filólogo, autor de la Gramática de la lengua castellana destinada al uso de los americanos:

Andrés Bello se carteaba con un amigo que tenía unas faltas de ortografía desesperantes. Un día, después de pasar juntos la tarde, el amigo se despidió de él diciéndole: «Esta semana le escribiré sin falta». Bello respondió: «¡No se tome ese trabajo! Escríbame como siempre».

Escritora, escritor, escríbeme como siempre. Prometo no meterme con tus correos (eso siempre quedará entre nosotros). Y lo otro, también.

¡Palabra de correctora!

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