Empiezo con una perogrullada: hablar, escribir y corregir no son sinónimos; ni siquiera lo son hablar y escribir; no te digo ya corregir, que implica una vuelta de tuerca, sobre todo, respecto al segundo.
Emulando a Jack —le tengo debilidad—, vayamos por partes:
Hablar es natural
Hablar es algo natural o eso parece si atendemos a este aparato fonador que traemos de serie. Es como si estuviéramos predestinados a parlamentar; cuando menos, a pegar la hebra.
Escribir, en cambio, es una cosa rara, artificial: no venimos provistos de pluma y papel —ningún apéndice específico—. Tampoco traemos chip alguno que invite a pensar en futuras actualizaciones de nuestro sistema con ese fin. Aunque esto de escribir nos parezca también natural.

A veces, los textos llegan así.
Y ya, corregir, enmendar, volver sobre lo que emborronó el papel —real o virtual— es un acto de derroche: pura sofisticación.
Es que yo hablo así
Entre hablar, escribir y corregir, si algo plantea menos exigencias, es hablar. Hablas como te da la gana y yo, igual, sin tener en cuenta más que ciertas precauciones lógicas: un interlocutor y un código común.
Esto quiere decir que si, como yo, eres leísta o terminas los participios en –au, quien tengas delante no te corregirá. A lo sumo, si entre ese interlocutor y tú hay variantes regionales, abriréis un espacio para hacer mención de ellas; como curiosidad, para hacer unas risas, quizá.
Puedes decirle, por ejemplo…
Esta mañana y ayer por la noche le he visto con esa falda tubo y ese jersey holgau de mierda y ella tan fresca.[i]
De corrido. Con tu pareja, con tu hermano o con un colega, podrías hablar así. No te diría que…
- Vendría bien un conector más.
- Has incurrido en leísmo.
- Has errado en el tiempo verbal.
- Faltan un par de comas o un inciso de otro tipo.
- Tenías que haber terminado en –ado el participio.
- Necesitas una coma adicional o unos puntos suspensivos allá donde elides el verbo.

Y el corrector se afana en hacer esto.
Lo de mierda ha sido para despistar: está bendecido por la RAE, como puto o cabrón, junto a otros tan ofensivos y malsonantes como esos mismos. Pero no hay yerro en su uso; no en ese contexto.
De escribir hablamos
Así que, al menos en un entorno íntimo o familiar, puedes hablar como te dé la gana. Basta con que tengas identificado al destinatario y sepas dónde te mueves.
Ver escrita la frase del ejemplo es otra cosa. No te digo ya si pretendes incluirla en una publicación. Las palabras se las lleva el viento, dicen, pero con las escritas al viento le cuesta más. Lo escrito se vuelve, si no permanente, mucho más estable; y si lo difundes, hasta pegajoso.
Escribir no es solo transcribir lo que emite la voz. En el texto buscas encauzar una idea o un conjunto de ellas, pones un propósito, llevas una organización. No escribes igual una carta a tu amiga que a la administración. Clic para tuitearCreo que queda claro que escribir es un proceso esforzado, intencional, máxime si se trata de escribir bien.
Quien no escribe de manera habitual

También llegan piezas de una calidad extraordinaria…
Todo el mundo sabe hablar, escribir y corregir… o corregirse un poco. Hay quien no escribe de forma habitual, pero sabe escribir y conoce un buen puñado de reglas ortográficas. Y escribe de vez en cuando. Y un buen día escribe más y otro le da por añadir algo a lo anterior y, poco a poco, va sumando páginas y páginas. Se ha ido motivando y, mira por dónde, tiene algo, una historia, un ensayo que, tal vez, podría publicarse. Hoy todo el mundo escribe y publica, ¿no?
Lo que hay en un texto así, casi siempre, es un buen montón de basurilla. En jerga de escritores tiene un nombre tipificado: primer borrador de mierda. Suele concretarse en:
- Errores gramaticales, sintácticos, ortográficos.
- Puntuación incorrecta y desordenada.
- Dobles y hasta triples espacios.
- Distribución azarosa de frases y párrafos.
- Imprecisiones, inexactitudes.
- Frases ampulosas o escuetas en exceso.
- Formas de decir pegadas al idiolecto de quien escribe.
- Reiteraciones y repeticiones para dar y tomar.
- Otros desórdenes.
Pero mucha ilusión y muchas ganas de que valga la pena dejarlo niquelao.
Cuando de corregir un texto así se trata
Y el corrector recibe el encargo de cuánto me cuesta ponerlo bien. Porque el solicitante sabe que entre hablar, escribir y corregir hay más diferencias de las que capta a pesar de las vueltas que le lleva dadas. Seguro que se le ha colado algo.
El corrector le pide al solicitante unas páginas de muestra: material concreto que le informará sobre el nivel de intervención que exigirá el texto. Tomándolas como referencia, aventura un precio.

Solo hay que hacer que el engranaje del texto funcione.
Pero resulta que esas primeras páginas no siempre dan cuenta de lo que viene a continuación. Tampoco le cuentan quién es el autor y qué irá exigiendo por el camino. Las páginas del principio —impetuosas e ilusionadas— contienen una radiografía de sí mismas, pero quizá no del resto. De manera que quien ha asumido el encargo empieza a afrontar la dura realidad: lo que debía llevarle quince minutos, le compromete casi una hora. Por delante, 750.000 matrices, casi 400 páginas.
Alguien se echa las manos a la cabeza y se pregunta «cómo le cuento yo ahora de qué va esto de corregir». Y se pone a transpirar.
Hablamos de corregir
Es posible que el autor añada en algún momento aquello de no me muevas el estilo. Y que decida recuperar expresiones y formas de puntuar señaladas como incorrectas.
Cómo contarle que si al hablar no utiliza conectores —pongo por caso—, en una obra divulgativa son imprescindibles. Que, en narrativa, en cambio, conviene prescindir de la mayoría. Tampoco se puntúa al libre albedrío de cada uno ni se ponen paréntesis al tresbolillo. Y hay diferencias entre una reiteración, una repetición y una anáfora retórica. No siempre es fácil hacerle ver qué conviene al texto, qué no o cuándo no.
Hay rasgos en el habla que ni pueden ni deben reproducirse en el escrito. Proporcionan información —la entonación o el timbre de voz—, pero conviene tomarlos con mucho tacto a la hora de volcarlos en la página. A veces, el alargamiento de una sílaba añade un matiz expresivo; otras, una cierta intensidad basta para señalar una diferencia gramatical —necesaria—. Ahora bien, si se repite cada pocos párrafos, nada de eso se consigue. Todo lo contrario.

Ve a decirle a este autor que el punto va por debajo del pato. Imagen tomada de un artículo de El país.
Otro detalle: un término especialmente sonoro o inusual que aparece salpicado cada dos por tres pierde su cotización. Se le va la chicha. El efecto que pretendía se devalúa o se diluye y, lo que es peor: acaba ensuciando el texto.
Hablar, escribir y corregir son parientes lejanos
Hablar, escribir y corregir tienen relación de consanguinidad, porque corre por ellos la sangre del texto. Pero hasta ahí. Manejan códigos distintos. En el texto hay una elaboración que no tiene por qué darse en la lengua hablada; salvo discursos o conferencias que también cuentan con el amparo de escritos previos.
Incluso la carta personal pide organización, cosa que no es forzosa cuando dos enamorados conversan.
El texto que nace con fines divulgativos, formales o literarios es exigente. Requiere:
- Adecuación en función de su destino, sin variantes regionales o registros que no procedan.
- Coherencia entre las distintas partes que, por serlo, se convienen y convienen al fin con el que se redacta.
- Congruencia o relación lógica entre partes; en estrecha relación con lo anterior.
- Léxico apropiado: nada de muletillas, repeticiones… Empleo de sinónimos, para evitar desmanes.
Y que el texto, si se le deja, mejora una barbaridad.
¿Se equivoca el corrector cuando corrige? Sí. Y hasta es posible que el cliente se percate de esa errata única, insolente y meticona. Y que, a cambio, no ponga el mismo énfasis en valorar la cantidad de enmiendas.

Y cuando se logra esto entre autor y corrector, que también se logra, es el día de la felicidad.
En fin. Nadie dijo que la vida fuera a ser justa.
Propina 1
La figura del corrector —que fue necesaria en todas las redacciones editoriales— a menudo ha quedado empastada con la del redactor. La crisis, que no termina de remontar, dicen. Así que los correctores escasean, pero que nadie pretenda que hablar, escribir y corregir se parecen.
Por otra parte, cada vez se escribe más y cada vez hay más autores saliendo del armario. Y empieza a haber más exigencia en torno a la necesidad de salvaguardar lo que sale de las propias teclas; de cuidar que las palabras hablen bien de uno y de trasmitirle al lector el respeto que se le tiene.
Y todo eso está muy bien, pero…
Propina 2
Hay un asunto que no es baladí en esto de contratar la corrección: el precio; una tortura para muchos noveles que carecen de ingresos regulares y que están locos por publicar textos con buena factura. Y por aprender.
Al corrector le toca adaptar el escrito teniendo presentes intención y destino. Y puede que sus ingresos se tambaleen igualmente.
Una petición
Ponte en el lugar de ese corrector enrollao que tampoco nada en la abundancia y pretende vivir de su trabajo:
¿Le conviene echar el resto explicándole al cliente cada pormenor?
¿Debe hacer una corrección menos exhaustiva, no justificar, tal vez, cada intervención?
¿Debería abordar antes el asunto del precio?
¿Crees que si hoy le cobra X a su cliente, podrá cobrarle XXX —que sería lo justo— en una ocasión futura?
¿Piensas que si tolera inconvenientes que afean el texto vendrá algún lector con la queja? ¿O no es problema del corrector?
Supón que el texto tenía un alto nivel de intervención y que hubiera necesitado al menos tres vueltas —que no ha tenido, porque el presupuesto ha dicho la última palabra—: ¿y si el autor, de puro agradecido, lo incluye en los créditos?
No es fácil responder a todo esto, pero ¿y si tú lo vieras claro?
[i] Te habría quedado más o menos así:
La vi ayer por la noche e incluso la he visto esta mañana con esa falda tubo y ese jersey de mierda, tan holgado; y aun así, ella, tan fresca.
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Pues sí, todos necesitamos que alguien nos lea y le dé un vuelco a la narración, mostrándonos los fallos, pero ni un novel tiene casi nunca dinero con el que permitirse un corrector profesional, ni éste se dedica a trabajar por el caldo. La pescadilla que se muerde la cola. Y decir que quien te ayuda a perfilar el texto se merece el reconocimiento y todo aquello que cobre, porque sin su ayuda la historia no brillaría.
Hay soluciones, Frida. A veces pasan por pactar plazos, tiempo… Quien corrige puede abordar el trabajo sin presiones y el artífice del texto, sus pagos. Es una fórmula de ganar-ganar como dicen por ahí.
Gracias por pasarte y por dejarme tu voz.
Un abrazo literario.
Tienes toda la razón del mundo, Marian, en todo lo que dices . Pero sin dinero no hay corrector, sin corrector no hay buen texto, sin buen texto no hay dinero… Como diría el poeta: he aquí el problema. O pescadilla si así lo prefieres. La que se muerde la cola, claro.
Prometo con toda solemnidad ir guardando los menguados ingresos provenientes de las ventas de mis novelas para, recogido lo suficiente, invertirlo en la corrección de la próxima. Mientras tanto, no me quedará otro remedio (y satisfacción) que estudiar y estudiar gramática a fin de, en la medida de lo posible, autocorregirme y procurar «meter la pata» cada día menos.
Gracias por todas las aportaciones que vas dejando a través de este blog.
Es una manera de verlo, Jorge, pero puedes probar este otro modo:
«Hablo con el corrector y le planteo mi problema, a saber, que no tengo todo el monto que se requiere. No tengo todo, pero tengo algo. El corrector puede que se avenga a pactar plazos vinculados al tiempo que yo necesite para ir sufragando su trabajo. Es decir, doy una cantidad de entrada, comprometo el resto en mensualidades y voy recibiendo material que me permite ir afinando en mi texto sin agobios de ningún tipo».
¿Podría ser? ¡Seguro que sí!
Otra cosa es no tengo un duro. Entonces, con lo que voy sabiendo y mientras junto, voy puliendo, reescribiendo, afinando… Tal como dices.
¡En ambos casos hay ganancia!, y no está nada mal.
Saludos y gracias por expresar tu inquietud.