Es lo que deben pensar quienes someten su obra a una corrección por vez primera: la correctora de textos es la loba del cuento. Si juzgan la cantidad de intervenciones con las que regresa su manuscrito, puede que tengan razón y que sea para temerla.
Tirando de metáforas
Ahora que los gerundios están de moda, tirando tirando, ahí van mis metáforas: un manuscrito es un pescado sin cocinar, una carne cruda, una ensalada sin aliñar. Y, a veces, la cocinera se encuentra sin que el pinche haya pasado por fogón alguno en su agitada vida. ¿Cómo explicar al candidato a chef que primero ha de familiarizarse con la materia prima?, ¿cómo hablarle de especias, de matices, si no aprendió antes a catar el sabor original del alimento?, ¿cómo sensibilizarlo frente a lo que es un punto de sal, un golpe de sartén, un marcado?, ¿cómo, si desconoce qué es un plato equilibrado?
«Tampoco es necesario que corrijas tanto», «solo dale una vuelta; no hace falta ser tan radical», «tú, poco más o menos; lo más gordo», «mi abuelo hablaba así y quiero que eso se respete».
No hablo de escritores con rodaje —mayor o menor—, de quienes saben ya, por experiencia, que la corrección es paso obligado. Frases así pertenecen a quienes ven que la correctora de textos es la loba del cuento; quienes, de hecho, actúan como si lo fuera.

Hay quienes se enfrentan con las espadas en alto a la correctora de textos.
Cómo le explicas a un novel que esa repetición sobra; que, en cambio, esa otra es necesaria porque refuerza cierta intención; cómo que esa coma ahí sí, pero ahí no. Cómo, que el punto y coma, como Teruel, también existe y se necesita.
El precio carísimo al que se vende la correctora
Más de un cliente y más de dos deben pensar que la correctora —como loba que es— tiene que cargar las tintas cuando se pone. «Se saca cosas de la manga, fijo; si no, cómo justifica el pastón que me va a cobrar».
Hay quien pregunta «en cuánto se me queda la “multa”».
Miedo. Hay mucho miedo por parte de quien desconoce en qué consiste corregir. Y hay escritores con tan poca confianza en su obra que piensan que «no merece tanta vuelta»; que «tampoco hay que pasarse».
«El precio al que se vende la correctora-loba-del-cuento es, lo mires por donde lo mires, un despropósito. ¡Pero si corrige con la gorra, hombre!».
La correctora de textos: la loba del cuento y con razones para serlo
Hablaré de lo que sé. Me hago mayor. Muchas cosas que antes no tenían sentido, ahora lo tienen. Si a ti no te pasa todavía, no desesperes: es cuestión de tiempo. Quiero decir con esto que trabajé por amor al arte, como muchos en este oficio. Un oficio que, por lo que algunos piensan, parecería haber salido del capricho de algún editor maquiavélico.
¿Sabes qué decía mi madre de aquello que se trabajaba y no se cobraba? Ni agradecido ni pagado. Y estoy (casi) de acuerdo. Digo casi porque de algún acto de amor al arte salió algo con futuro. Alguna vez; solo alguna. Es importante no generalizar.
Si confundes a la correctora de textos con la loba del cuento, es que algo no anda bien. Para empezar, no come carne cruda y es capaz de responder a todas tus intrigas. Clic para tuitearPorque la correctora de textos-la loba del cuento, antes de comerse a nadie, curra. Y curra mucho. Y comerse, lo que se dice comerse, solo se come algún que otro marrón. El resto es capaz de negociarlo; dentro de un orden, porque, a veces, deduce que tal trabajo no es para ella. Necesita mantener en alto ciertos valores que no siempre se conjugan con los de su presunto. O su presunta.
Lo que hace la correctora de textos
Lo primero que hace frente a una solicitud es tomarse una tila. Esa correctora de textos-loba del cuento es un ser fuerte y frágil a un tiempo; en absoluto inmune a nada. Aquí te explico en profundidad en qué consiste una corrección, pero sigue leyendo, que hay pormenores:
La correctora medita unos instantes antes de abrir lo que llega: puede que este sea distinto; que no tenga apenas nada que corregir y que se le pueda ofrecer un precio de ganga al aspirante.
- Abre el manuscrito. Hace una mirada sesgada. Le vale para ver que tiene tomate.
- Se pregunta qué querrá el autor, la autora, pero quizá es prematuro preguntar porque se sabe la respuesta: que me quede bien; que no tenga faltas; que mejore.
La correctora enfrentada a su soledad y, aunque parezca otra cosa, deshoja margaritas a la luz de la luna.
Es como pedir que un sillón sea cómodo. Para mi amigo de tres metros, el concepto de comodidad dista bastante de lo que es cómodo para mí.
Y empieza…
Antes, cuida de poner a punto su amor. Quien le escribe ha echado el resto para contar una historia; con desigual resultado, pero ese resultado es lo mejor que ha sabido hacer.
- Se pone y corrige. Corrige de puntillas, tratando de tocar solo lo que considera de obligado cumplimiento: lo relativo a la ortotipografía, por supuesto, que en lo tocante al estilo la cosa es más opinable. Lo peliagudo es que, a menudo, no hay estilo: sobran clichés; faltan metáforas y comparaciones ingeniosas, abundan formas de decir repetitivas; los párrafos vienen plagados de palabras grandilocuentes y prescindibles. Falta música.
- Abre la sección de comentarios para las sugerencias de mejora; no vaya a ser que el cliente se moleste si hace una intervención directa.
- Corrige tres o cuatro páginas. Las envía de vuelta haciendo un breve comentario sobre lo que considera que el texto necesita. Pide al cliente que le devuelva el documento limpio y le diga si es lo que quiere; si le ayuda. Este paso le sirve, además, para verificar si se maneja con el control de cambios y hasta qué punto.
Se ha tirado dos o tres horas… por amor al arte. A veces —las menos, sí, las menos— nunca vuelve una respuesta. Piensa que una persona sana no solo tiende a satisfacer sus necesidades, sino a colaborar con las del prójimo; sobre todo, cuando ha sabido poner los perros en danza al tal prójimo.
Pero no todas las personas que escriben tienen por qué estar sanas, ¿verdad?
Cuando la correctora de textos sigue siendo la loba del cuento
¿Sabes? La correctora no está en absoluto obligada a justificar cada intervención que lleva a cabo; menos aún a dar pautas en lo que respecta a metáforas, comparaciones o fórmulas más eficaces.

La correctora en su mundo de sortilegios.
La correctora, a veces, tiene vuelo de escritora y lo hace, pero no se le puede exigir.
Y, a veces, la correctora intuye qué necesita ese cliente, pero se puede topar con tremendas dificultades:
- El autor no es consciente de que su escrito, antes que una corrección, necesita una reescritura.
- Ese autor es acomodaticio: no ve que sea necesario tanto.
- Al autor le basta con algo normalito; la excelencia le viene grande. No termina de captar para qué tanto empeño. El manuscrito pierde apostura y la correctora ve cómo el montón de letras se arruga.
- Ante semejante panorama, deduce que puede hacer bien poco por elevarle la autoestima al pobre montón.
- La correctora asume que quien lo ha escrito no sabe hacerse cargo de él en lo que demanda.
- Y admite que ella tampoco.
Y se hace otra tila. Escribe al presunto para el que ha trabajado dos o tres horas (ponle entre 40 y 60 €). Le cuenta que a lo mejor sus respectivos propósitos no terminan de alinearse. Que a lo mejor no es ella la correctora que necesita.
La correctora de textos deja de ser la loba del cuento
Por no atreverse a preguntar, el autor primerizo se queda con la intriga y sigue buscando. ¿El qué? Alguien que, al menos, no le cobre IVA.
Ahí se fractura algo: de entrada, alguna dignidad. Cuando compras naranjas, no pides que te quiten el impuesto. La correctora no trabaja menos que el que vende las naranjas; ni que quien las recolecta. Y por ese camino, solo se mantiene la bota sobre la profesión: ni podrá contribuir a que se hagan carreteras ni venderse como profesional. Ciertas carreteras quizá no, pero esto último le afecta de forma directa.
Aunque, por fortuna, también pasa esto otro…
Hay un momento en que los fantasmas caen: correctora y cliente han conseguido acercar diferencias. Ese instante en que los enigmas desaparecen y se han puesto a trabajar es mágico: las dudas, despejadas; ella, vuelta toda sutileza, sugerencias y propuestas; él, vuelto gratitud superlativa al constatar que su original se metamorfosea y empieza a exhibir los colores que le son propios.
Final feliz
El cuento de la loba que corrige puede tener distintas versiones cuando no termina bien; con un denominador común: todas se parecen y tienen como nudo ese tópico que circula de que los correctores están del ala. En cambio, no imaginas lo que un cliente agradecido puede llegar a decir. Lo malo es que los prejuicios se alían con el miedo y enredan. E impiden que circule el aire.
¿Sabes qué? La correctora no tiene problema alguno en retirarse si con su varita mágica detecta que no tiene juego ahí. Lo que le gusta es apagar la luz antes de abandonar la habitación; o dicho sin metáforas: cerrar una conversación con su presunto, no quedarse con la palabra en la boca. Saber, si no fue, por qué no fue. Que el proceso se parezca a un intercambio fructífero entre dos personas, un intercambio con sentido.
Aunque, insisto: lo normal es que la experiencia culmine con un final feliz.

Tampoco es que la historia entre la correctora de textos y su cliente termine así. Es otra metáfora (pero se parece, se parece).
Este final es una transferencia de reconocimiento que logra deshacer el tópico: la correctora de textos ya no es la loba del cuento. Se ha convertido en aliada. Vendrán otros u otras cuyos nombres serán maquetadora, portadista, ilustradora, pero ella habrá sido la primera.
Y con esos o esas otras que vengan detrás, será bueno que haga igual: conjugarse, preguntar, pedir, aclarar. Solo así se opera la magia.
Si vas a escribir, hazlo con todas las consecuencias
Piensa en lo que tienes entre manos. Olvídate del momento en que veas tu libro colocado en Amazon, petadito de estrellas. Antes, hay mucho trabajo que hacer.
La correctora es alguien con quien has de establecer una complicidad. Imagina —¡por todos los dioses, imagínalo ya!— que es un ser humano y no un mamífero carnicero de grandes colmillos. Y que este mundo se va al garete porque, sin entrar en detalles que no hacen al caso, la primera señal es la falta de tiempo. Y solo hay un antídoto: parar; recaudar tiempo. Tómatelo para decirle qué te ha parecido su intervención; si es lo que buscabas. Si no entiendes esto o aquello. Si algo te viene largo.
Lo peor que puede pasar es que todo quede en un sano intercambio entre dos que se toman en cuenta. Pero puede que pase algo mejor: que sea el principio de un camino instructivo, de una relación en la que tres salen ganando (incluido el texto, que de eso iba). Busca que la cosa fluya: ni todas somos para todos ni todos sois para una sola de nosotras.
Entenderse es lo primero. Pero no dejes de hacer tu parte.

Lo normal es que termine así. ¿Has visto qué maravilla?
Ni te enamores tanto de tu texto hasta el punto de olvidar que trae una parte oscura; a veces, muy oscura. Pasa con los mejores amantes: los ves en perspectiva con el tiempo. Tiempo a favor es lo que te ofrece la correctora.
Propina 1
Ojalá pudiéramos hacer las cosas solo por amor; que no fuera solo oficio, sino servicio. La correctora no necesitaría cobrar nada porque satisfaría sus propias necesidades con apenas abrir la boca.
Mientras, recuerda que la correctora de textos, antes que correctora es un ser humano; nada tiene de loba. Hay correctoras extraordinarias con las que puedes no hacer buenas migas y otras que, sin serlo tanto, consiguen cuadrar contigo.
Primero se trata de cuadrar. Igual que cuando eliges psicoanalista. Pero cuida que pueda llamarse a sí misma profesional, que lo sea y que actúe como tal. Ni el desconocimiento ni la falta de presupuesto son argumentos. A ella le vale una cosa: le gusta lo que hace pero, créeme: se curra cada euro que te cobra.
Y aunque no le quede otra que cobrar por su trabajo, desea que encuentres tanto placer tú en el tuyo como encuentra ella en el suyo.
¡Y que todo sea en beneficio del texto!
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¡Gracias; muy divertido!
¡Sacado de la vida misma! Aunque es más divertido contarlo que vivirlo.
¡Gracias a ti!
Vivan los correctores de estilo. Salvan lo que queda de literatura hoy día. Mi aplauso de pie.
Lo sabe más quien menos lo necesita. Siempre es así.
Muchas gracias por pasarte, Miguel.
¡Saludos desde esta orilla!