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Cuando la corrección de estilo es inútil, a la correctora le acomete una suerte de apoplejía.

corrección de estilo inútil

A ver cómo se lo digo…

Y a veces pasa.

A veces pasa que con evitar repeticiones, pleonasmos y enmendar ambigüedades el texto no se vuelve eficaz. Nos afanaremos en limpiarlo de todo lo que mandan los mandamientos del estilo y seguirá faltando estilo.

La corrección de estilo es inútil en casos así

Hay autores que solicitan una corrección ortotipográfica porque temen que la correctora se cargue el chocolate del loro, o sea, su manera de escribir.

Lo paradójico aquí es que con su manera de escribir no dice lo que cree estar diciendo. Por mucho estilo que crea tener.

Imagina que una persona le escribe a otra en estos términos:

Primero, Mengana le ha dicho que no, y luego, se han ido los dos con las caras muy serias, sin chistarse, tú. Que se fueron a una exposición y allí, claro, no iban a hablar. Yo me he quedado en la esquina mirando como un pasmarote y a las dos horas Fulano me ha llamado diciendo que qué mierda. La última vez quedaron en que lo intentarían y yo fui testigo, pero para mí que se ha metido alguien de por medio. Muy mal rollo, tío. Yo paso de todo. Es su movida.

Eso es contar. Es contar de manera sencilla, plana: «y luego pasó esto y fueron allí y vieron lo que había. Puede que fueran allí porque alguien les dijo que tenían que ir. Y blablablá».

¿Es una historia?

Sí.

¿Es una gran historia?

No.

La persona menos indicada para evaluar su propio texto es el autor, pero es la más indicada para cuestionar los aspectos que el corrector le indica. Clic para tuitear

Y podríamos corregir alguna cosa y seguiríamos sin poder hablar de estilo.

Partamos de que el escritor no sabe escribir

Tomo este punto de partida de uno de mis escritores favoritos, Fabio Morábito, y le cedo la palabra:

Nadie sabe escribir, pero un escritor es el que se da cuenta y convierte eso en un problema. El escritor norteamericano E. L. Doctorow cuenta una anécdota sobre la vez que tuvo que escribir un justificativo de la ausencia de su hijo a la escuela. Lo escribió muchas veces, porque quien es verdaderamente escritor, hasta cuando escribe algo banal se enfrenta al problema del lenguaje. No resiste un mal adjetivo, un problema sintáctico, una coma mal puesta. En cambio, quien solamente redacta no pasa por ese problema. Redacta de manera clara, comunicativa. Esa es la gran diferencia, entre ser alguien que lucha contra el lenguaje y siente una gran insatisfacción, y la redacción que simplemente sirve para fines prácticos.

«No sabe escribir y convierte eso en un problema».

Y se examina en cada escrito, digo yo. La deducción que hago es la siguiente: quien no persigue con ahínco no solo qué, sino cómo decir, no debería llamarse a sí mismo escritor. Aunque le tiente.

Al escritor siempre se le supone una hondura, una mirada que atraviese la superficie de las cosas. Y se espera una manera de decir, un cierto compromiso artístico. Es decir, se le supone cierta originalidad.

¿Cambia la forma con los tiempos? Sin duda. En el siglo XXI se escribe con menos alambiques que en siglos pasados. Pero el compromiso sigue siendo el mismo.

Esa cosa general llamada estilo

Estilo —y ya hemos hablado de ello en otras ocasioneses lo que leemos… confiados; cuando hemos bajado la guardia y nos creemos lo que estamos leyendo.

Un autor tiene estilo cuando nos permite ver. Es cómo está escrito, qué ofrece y cómo lo ofrece. Es también cómo hablan los personajes, si somos capaces de diferenciarlos sin hacernos esguinces mentales.

No hacía falta, ¿verdad?

Alguien le dice a su pareja «te quiero». Pablo Neruda decía en sus 20 poemas de amor y una canción desesperada: «Quiero hacer contigo / lo que la primavera hace con los cerezos».

Hay algo explosivo en esos versos y en la imagen que concitan. Quien lee ve los cerezos preñados de delicados botones rositas.

Nada tiene que ver con la verdad. Importa esa otra verdad, la verdad literaria. Importa más una mentira bien contada que la fidelidad a ciertos hechos. Importa que la historia salga ganando.

Aparte del compromiso con la estética, con lo artístico, lo hay también «con cavar a cierta profundidad», como dice Morábito.

Pueden cambiar las formas, pero los contenidos de alguien de hoy pueden seguir siendo viejos.

Cuando la corrección de estilo es inútil

A veces pasa: la correctora elimina repeticiones, cacofonías y adjetivos inútiles. O reiteradas formas pasivas, por más que el autor diga —y ella conceda— que Cervantes amaba la pasiva. Y elimina gerundios impropios. O gerundios propios y correctísimos pero abusados.

Total: que se encuentra con que tiene que modificar la frase o el párrafo. Pero sigue corrigiendo y descubre que la situación se repite, es decir, empeora. Nada como enviar las páginas al autor y que él mismo se aperciba (se encuentre con lo que hay). Añade, cómo no, sugerencias para que el texto crezca.

El autor responde: «prefiero una corrección más livianita», porque lo otro supone cambiarle el estilo, dice, «y la profundidad de lo que quiero expresar».

La correctora cierra los ojos y toma aire: ese autor lleva un antifaz puesto del revés —no lo deja ver— y una argolla al cuello —no lo deja respirar—.

Ese autor no se pone a revisar marcas y sugerencias con genuino interés de descubrir cómo mejorar su texto. Porque podría descubrir que sacándose la argolla por la cabeza la respiración vuelve; y poniéndose no ya el antifaz, sino las gafas de ver, ve. Y si descubriera todo eso y soltara la efervescencia del primer momento, le diría al corrector: «Detente, que voy a reescribir».

Porque es justo lo que necesita un texto así. Es a lo que se refiere la correctora cuando habla de niveles de intervención en el texto. Hay textos que piden socorro (léase reescritura) antes que una corrección.

Cuando la corrección de estilo es imposible

A todos nos frustra que nos corrijan. Las primeras veces sientan como bofetadas. Uno se resiste, se rebela, monta en cólera. El corrector es un sádico porque, si no, no se lo explica. O le tiene inquina. Quién sabe por qué.

Es muy distinto cuando llevas trecho recorrido y puedes ver con los ojos de quien revisó tu texto con distancia; ese momento de «¡exacto!, eso era». No hay pataleta, sino gratitud. Y sabes que tienes que cambiar ese término porque al tuyo le faltó precisión.

Ahora, si en el texto solo hay ripios, no hay hondura y abundan los destrozos (si la voz narradora sin más ni más saca al lector del embrujo entrometiendo una 2.ª persona cuando viene siendo 3.ª, impersonal y testificativa), una de dos: o reescribe el texto su autor o lo reescribe el corrector. Ahora bien, si el autor no es capaz de ver lo que perpetró e insiste en «una corrección livianita», no sé tú, compañera, compañero, pero yo me bajo de ese tren.

Es ese autor que restituye (o sea, que no aceptó) en las páginas de muestra los apostilló, comentó, expresó, argumentó (cuando no hay un argumento antes), alegó (no se alega nada) o estableció (no hay nada que establecer) en lugar de aceptar los modestos dijo, respondió y replicó por los que la correctora los ha intercambiado… en varias ocasiones. Su defensa: «Vuelven repeticiones».

A ese autor cuya corrección de estilo es imposible

Que los ‘dijo’, ‘respondió’ y ‘replicó’ tienen que estar ahí, y esa coma, también.

Es fatigoso tener que vérselas con un autor que objeta cada intervención. Puede tener dudas o interesarse por ciertas razones, pero de ahí a iniciar un debate que cuestiona la competencia lingüística del profesional hay un trecho.

A ese autor que replica y alega que la correctora suplió ciertos verbos de habla por los humildes dijo, respondió y replicó, le respondería:

Cuando un lector lee, en castellano, una novela con mucho diálogo, es muy probable que no vea los continuos dijo, respondió y replicó del texto. Las palabras están ahí, pero le ocurre con ellas lo que con los árboles de su paseo favorito: que las ha leído tantas veces que ya no repara en ellas.

Escribiendo en euskera, yo no tengo problemas con dijo (esan) o con respondió (erantzun); pero empiezo a tenerlos con replicó (arrapostu) debido a que esta palabra no le es familiar al lector, porque se trata de un árbol que conoce, pero que nunca ha visto en ese paseo. Así las cosas, el escritor vasco sabe que su lector se detendrá en esa palabra, que supondrá una interferencia.

Yo diría que la primera obligación de un lenguaje literario es no molestar. Y ahí es donde, por falta de antecedentes, nos duele.

Bernardo Atxaga, Obabakoak

No moleste usted a quien lo ha escogido para adentrarse en sus páginas: es una pepita de oro en una montaña atestada de grava y arena.

Propina 1

Una oda a las comas y a todas las (personas) correctoras. Es parte de un extraordinario texto de Fabio Morábito titulado Fluidez, aunque las comas respiratorias hayan pasado ya a la historia:

«Viniste al mundo a poner comas», le dije una vez. «Sí, las tuyas», contestó sin mirarme. Tenía razón. Antes de conocerla yo conocía las comas, pero no las mías. Mis amigos, que nunca la vieron corregir, no lograban entender que yo hubiera dejado a Susana por una correctora poco agraciada como ella.

«Me dio un estilo», les decía. «Te embrujó, que es distinto», decían ellos. «Puede ser, pero me enseñó a embrujar a mi lector», replicaba yo. Sus comas cambiaron no solo la respiración de mis textos, sino mi respiración corporal. Un estilo, si no es puro maquillaje, te cambia la vida. Y el estilo surge de la puntuación, sobre todo de las comas. Sus comas terribles, casi gotas de plomo en la página, me abrieron los ojos, y nunca se lo agradeceré bastante.

Propina 2

Y recomiendo del mismo autor, el relato Las correcciones. Una joya no solo descriptiva de las modulaciones —sentimentales— por las que va pasando Irastorza, sino divertida, intrigante y con inesperado giro final.

 

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