Tú que escribes estás en riesgo de padecer ese peligro.
El peligro del estilo literario consiste, en primer lugar, en perseguirlo a toda costa sin haberte parado a pensar qué es, cuáles son sus mimbres. Es decir: qué hace que un determinado texto rezume estilo literario.
Hay quien se pasa por defecto, porque no se fija y escribe como si hablara, (total, todo son palabras, una detrás de otra) y quien se pasa por exceso (y es capaz de escribir dramatúrgicamente por no decir con aire teatral).
También hay quien se pasa aún por sobrexceso y pone un punto detrás de cada sustantivo. Por ejemplo.
Cómo se nota que un lenguaje es literario
El lenguaje literario se nota en la manera de narrar, en los miles de maneras de componer un escrito. Ni más ni menos.
Por supuesto, me refiero a un texto limpio, un texto que ya ha sido revisado y deja ver lo que hay en él de valioso; al margen de la cantidad de adornos.
Los peligros del estilo literario aguardan al escritor despistado. Aguardan también a ese otro que lo da todo por sabido. Y son múltiples. Clic para tuitearEn una nota para recordar algo o en un mensaje escrito con una intención práctica, no hablaríamos de lenguaje literario. Tampoco en un mensaje de texto, aunque hay quien se esmera (tú y yo, sin ir más lejos).
Hablamos de lenguaje literario cuando hacemos un uso especial de la palabra escrita. Cuando la supeditamos a una determinada manera de decir.
Cuando logras expresar lo que quieres expresar, ya estás adoptando un determinado estilo literario. Puede que no se te ocurra retorcer el lenguaje ni dar con palabras estrambóticas y, aun así, seguiremos hablando de estilo literario. Hablaremos de él cada vez que no te das por vencido con lo primero que se te ha ocurrido.
No te equivoques: no es más literario un lenguaje plagado de retórica o salpicado de metáforas. No necesariamente. El estilo se va formando con cada palabra que se vuelca en el texto, figuras retóricas incluidas.
Tres peligros concretos en el uso del lenguaje literario
Fíjate hasta qué punto es decisivo el estilo, que puedes cortar en un santiamén el interés del lector.
El lector es implacable y si de algo adolece es de falta de paciencia: abandonará sin contemplaciones tu novela, tu cuento, tu ensayo. En un pispás te habrás que dado sin lector. Y apúntate esto: es difícil que vuelva.
He aquí tres de los peligros que acechan:
- Monotonía: tiene que ver con el uso de un modo plano de decir, aburrido, regular, falto de la más mínima gracia.
- Familiaridad excesiva: en este caso, se peca por todo lo contrario. Se abusa de ocurrencias, chocarrerías o expresiones vulgares en boca de la voz narrativa.
Esto pasa cuando se escribe al tuntún y no se pone cuidado. Luego, uno sostiene que escribe como habla, sobre todo, si lo suyo es la verborragia y no callar ni en una urna lacrada al vacío.
- Sobrecarga del texto con palabras poco usuales. Distinto es que en boca de un personaje repipi o redicho se pongan determinados términos, o que cumplan un fin concreto.
Anécdota: En alguna ocasión he contado que leí El manuscrito carmesí, de Antonio Gala, un libro que relata la vida del último rey nazarí de Granada. Lo leí en el metro y lo llevaba forrado con un propósito muy claro: anotar cada término que desconociera para consultarlo cuando tuviera un diccionario a mano. Anoté más de seiscientos.
Un derroche de virtuosismo, sin duda, aunque a mí me resulta difícil encontrar placer en una lectura así.
Tres peligros más en el uso del lenguaje literario
Hago una salvedad: aunque esto va por apartados para facilitar la lectura, harás bien en retirarte para tener una visión del conjunto. He aquí tres nuevos riesgos:
- Uso de palabras almibaradas en la narración de escenas amorosas. Es el lector quien ha de emocionarse, algo que no se logra por volcar cursilerías ni por insistir en cuánto se amaba la pareja.
- Exhaustividad sobresaliente. Cuando pretendes exprimir todo el jugo y no dejas que el lector haga su parte. Es como darle a una criatura un juguete que se basta y se sobra; que solo requiere hacer clic para ponerlo en marcha.
En tal caso, supones que las palabras que empleas deben decirlo todo. Como si no existiera un compromiso tácito con el lector a fin de que haga ese sutil (¡y estimulante!) trabajo de minería.
Ejemplo:
Puso la televisión. Pasaban una mala película. En el otro canal, una serie anodina. Sólo había dos canales de televisión en Faguas. La apagó. Apagó las luces de la casa. Cerró la cancela del jardín. Se desvistió y se metió en la cama a leer. Dieron las once de la noche. Le dolía la cabeza y se sentía profundamente triste, traicionada consigo misma, con su facilidad para construir castillos de arena, su romanticismo. Finalmente, la quietud de la soledad la adormeció.
La mujer habitada, Gioconda Belli.
¿Hace falta decir que hubo alguien que no cumplió su promesa esa noche? Y, sin embargo…, ahí está (aunque no esté).
- Ignorancia de que cada palabra dice lo que dice y no otra cosa. A veces se trata de una errata, pero no me refiero a eso, sino a esto; solo a modo de ejemplo:
- comedido es distinto que tímido;
- escaso no es igual que parco;
- austero no equivale a tacaño;
- memorable es una cosa y arrogante, otra muy distinta;
- premeditado no es consensuado;
- «se tiró media hora hablando» no cabe en un contexto que no sea actual;
- hacia no dice lo mismo que hacía (a veces, en efecto, se trata de erratas);
- aun tampoco dice lo que dice aún;
- ni estar triste equivale a estar deprimido.
- Desprecio de la concisión.
En este artículo me ocupé de ella, así que a él te remito.
Otros tres peligros en el uso del estilo literario
Estos tres se resumen en una frase: empecinarse en tomar la parte por el todo. Ahí van:
- Preferir solo frases cortas.
Las frases cortas son como hachazos, muy eficaces en momentos de tensión. Pero solo frases cortas arrojan párrafos cortocircuitados, como si al texto lo acometieran una suerte de ictus encadenados. Se cargan el ritmo.
- Empecinarse en las frases largas, kilométricas, interminables, plagadas de subordinadas que hacen temblar a ese verbo principal.
- Privilegiar los términos archisílabos o incurrir en sesquipedalismo. Podía haber dicho, con menos pompa, emplear palabras largas aunque no vengan a cuento: funcionalidad en lugar de función, obligatoriedad en vez de obligación, ejemplarizante por ejemplo.

Puedo parecerte mona, pero no sabes qué peligro tengo… (Imagen de Valeria Voltneva).
Un autor con esta tendencia tiene la falsa impresión de que su estilo gana en brillo, se vuelve más culto. Lamento desilusionarte si es tu caso: lo único que consigues es que se vuelva pomposo, recargado, pedante.
Nota: A veces, el empleo de frases cortas es necesario; otras convienen las largas; y en ocasiones, no hay forma de que una palabra corta diga lo mismo que otra larga.
Más peligros que se cargan el estilo literario
No se terminan… Aquí van dos más:
- Seguir dando vida a los tópicos.
La primera vez que los viste, te llamaron la atención, pero si has seguido leyendo —y mucho— los has visto repetidos hasta la hartura.
Pasión desatada, negro como el azabache, blanco como la nieve, veloz como el viento, comida agradable, sueño reparador, accidente fortuito, breves minutos, brilló por su ausencia, más sentido pésame, aplausos encendidos, boquita de fresa, hambre canina, grito desgarrador, silencio sepulcral, brillar por su ausencia…
- Mantenerse aferrado a los adjetivos florero.
Yo los llamo así. Son adjetivos que no aportan información; adjetivos vacíos, inútiles.
Mujer elegante, amor loco, amigo fiel, espectacular paisaje, pena negra, cálido abrazo, triste despedida, traje ideal…
- ¿Qué es una mujer elegante? ¿Cómo la visualiza el lector? ¿Va muy decorada, perfumada, barroca? ¿O viste, quizá, buenas telas, de buen corte y lleva poco ornamento? ¿Es, tal vez, su manera de moverse lo que hace de ella una diosa?
- El amor loco —l’amour fou, que dicen los franceses— se ha utilizado hasta la saciedad.
- Solo si el amigo no es fiel, nos ocuparemos de describir la calidad de esa amistad que ofrece.
- Si el abrazo no es cálido; si se da con una intención desviada o con un matiz especial valdrá la pena ocuparse de él.
- Si la despedida es alegre, igual.
- Etc.
- Despreciar los comentarios y sugerencias de quien ve el texto desde fuera; y más, si los hace alguien que sabe ver.
Un peligro singular del estilo literario
Este, quizá por ser lo que más admiro de un texto, me resulta muy sensible:
- Descartar las sutilezas.
Viene a ser esto: decir obviedades, tirar de tópicos, un peligro en el que se incurre al descuidar lo sutil.
¿No te ha pasado, como lector, haberte metido en una historia hasta el punto de quedarte fascinado por lo que lees entre líneas? Qué difícil es conquistar algo así. Y, sin embargo, ahí radica buena parte de la magia del estilo literario.
Este extraordinario diálogo de la película Martín H., de Rodolfo Aristarain, da cuenta de ello:
Martín (hijo): —¿No extrañás el país? ¿Nunca te dieron ganas de volver?
Martín (padre): —Eso de extrañar, la nostalgia y todo eso es un verso. No se extraña un país, se extraña un barrio en todo caso, pero también lo extrañás si te mudás a diez cuadras. El que se siente patriota, el que se cree que pertenece a un país, es un tarado mental. La patria es un invento. ¿Qué tengo que ver yo con un tucumano o con un salteño? Son tan ajenos a mí como un catalán o un portugués. Son estadísticas, números sin cara. Uno se siente parte de muy poca gente. Tu país son tus amigos y eso sí se extraña. Pero se pasa.
Un texto debe decir cosas que no están escritas; denotar más de lo que dicen las palabras, remitir a lo oculto. ¿Cómo se logra? Leyendo mucho, leyendo con atención, reflexionando sobre lo que se lee. Nadie puede hacerlo por uno.
Propina 1
Puede que escribas tan abstraído que no caigas en la cuenta de que incurres en errores de este tipo.
Cuando des por terminado tu texto, vuelve sobre él. Revísalo. Sé crítico; que no te gane la fiebre de haber escrito una obra maestra. Dalo a leer a distintas personas que no te deban nada, ni dinero ni elogios; que no te sea indiferente lo que te digan al respecto.
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