He aquí un nuevo asunto: cómo embellecer un texto literario. Hago mía desde ya la máxima de Mies van der Rohe que reza «menos es más», y que salvo en asuntos de amor, todo el mundo debería adoptar como mantra. Yo, la primera.
Pongamos ahora que se trata de ti. El mero hecho de hacer literatura parece que te otorgara licencias en la noble aventura de escribir. Te nace el deseo —legítimo— de emocionar y seducir con tu verbo a todo el que se ponga a tiro. Sabes que la literatura es un arte cuyo instrumento es la palabra; al menos, en teoría. Luego… pasa lo que pasa.
Qué afea un texto
Los manuales de estilo te señalan cómo no salirte del renglón. Su función es alertarte sobre criterios lingüísticos y estéticos para salvaguardar la calidad de lo escrito. Pero tienen un defecto: no reflejan aspectos negativos en el uso de la lengua, menos aún, referidos a la literatura. La norma es artículo de fe. A menudo, ya solo por esto, resultan inútiles para los escritores.

Ha seguido la norma de ser interesante: entorno natural, contraste de colores, gafas para un punto enigmático y morritos. Y le ha quedado así.
¿Hay que contar con los manuales? Sin duda. Conocer las reglas y saber aplicarlas es parte de la tarea, pero hoy abordamos aspectos que no incluyen. Destacaré, antes de aplicarle el tratamiento de belleza propiamente dicho, lo que a mi juicio afea un texto literario; más allá de las faltas de ortografía; más allá del acierto en el uso de los conectores que, en el escrito literario, interesa por lo que interesa.
A pesar de que hay reglas que harán que tu prosa luzca más, muchas otras la perjudican. Clic para tuitearSi puedo objetivar qué hace feos los textos literarios, a lo mejor se nos desvela cómo embellecerlos. Porque estarás de acuerdo conmigo en que es poco recomendable a estos efectos…
- Usar la lengua sin conocerla.
- Escribir de oído.
- Abusar de las formas pasivas y de los posesivos.
- Introducir detalles inútiles (blablablá).
- Hacer de la norma lingüística un dogma.
- Caer en la pereza, optar por lo fácil.
Usar la lengua sin conocerla
La lengua va cambiando con nosotros. ¿Es una pena que desaparezcan términos? Como será una pena que desaparezcamos nosotros (o todo lo contrario, visto lo visto). Algo es seguro: a mayor cantidad de términos para nombrar la realidad, mayor riqueza y finura en las posibilidades de aprehenderla. Ahora, tratar de evitar pérdidas o de adoptar injerencias dependerá del mimo que pongamos en su cuidado. Más descuido, más torpezas y más camino allanado a las infiltraciones.
Personalmente adoro términos como retortero, tresbolillo o descoque, pero no por afán de reactualizarlos van a caber en cualquier contexto. Amar la lengua significa también conocer la pertinencia de qué sí y qué no en cada texto y en cada contexto. Y usarla sin conocerla es ampliar las oportunidades de incurrir en ambigüedades, imprecisiones y confusiones.

Dos que pretenden y no pierden ripio. Luego van y escriben de oído.
Para no salirme del asunto de cómo embellecer un texto literario: desconocer la lengua, es decir, por ejemplo:
Entre Marisa y Juan hay tema, pero desde mucho antes de empezar a salir Juan con Marisa ya tenía pareja.
Puede que haber tema funcione en el contexto, pero hay un dato que baila: ¿quién tenía pareja antes de empezar a salir juntos, Juan o Marisa? La forma en que está expresado es ambigua, confusa, imprecisa. Observa la diferencia:
Entre Marisa y Juan hay tema pero, desde mucho antes de empezar a salir juntos, él ya tenía pareja.
Escribir de oído
Esto es como echarse al agua sin saber nadar. Te has fijado cómo hacen otros y ahí le vas dando. A lo mejor tu intuición te orienta, pero ¿y si colocas mal la cabeza?, ¿y si desconoces la importancia de modular la respiración (y que no depende de las comas)?, ¿y si se te presenta una travesía en alta mar? Lo normal es que te falte técnica y bracees en precario. No te sacarás todo el rendimiento.
Huelga decir aquello de que la ignorancia es osada; y a mayor grado de la una, mayor disparo de la otra, al menos, si uno no admite la primera.
Una luz mortecina de una lamparita que había justo entrando por la puerta, la reflejaba un espejo que había apoyado sobre la mesita en la que se encontraba la lámpara.
Sabes que algo falla ahí, aun cuando lo dijeras así de viva voz y parecería natural. Démosle una vuelta, ordenemos, veamos qué va con qué y aprovechemos para decir algo más:
La luz mortecina de una pequeña lámpara iluminaba una mesita situada junto a la puerta de entrada. Sobre la superficie encerada, había un espejo apoyado que a duras penas multiplicaba la visibilidad.
Si tu corrector te señala como errónea cierta construcción y no tienes argumentos para defender su porqué, ¿a quién te vas a encomendar?
Abusar de las formas pasivas y de los posesivos
Si lo haces, es porque se te han pegado los modos de autores angloparlantes y, sobre todo, las malas traducciones (que ni siquiera sabes que son malas). A los autores de habla inglesa no se les puede recomendar que eviten la voz pasiva (I was born; it was made of) y sus your face, your mouth, your legs.
A ellos, no; a ti, sí.

Se alarman cuando leen ‘Pedro se mesa su barba’, y no es para menos.
En castellano no fuiste nacido, sino que naciste. Y cierto objeto no fue hecho de, sino que es de tal o cual material. Y mal podrías abrir la boca de otra persona cuando vas al dentista, pintarte una cara que no fuera la tuya o rascarte unas piernas ajenas.
Luego: abres la boca, te pintas la cara y te rascas las piernas. De ninguna manera: *abres tu boca, *te pintas tu cara y *te rascas tus piernas.
Introducir detalles o descripciones inútiles
Imagina una escena de tensión máxima: una huida. Mostrar la parsimonia de un pez con la velocidad de quien corre puede servir de contraposición efectista; pero ponerte a describir el entorno o entrar en lo que había merendado esa tarde el fugitivo, no. Nada de perífrasis verbales que se cargan el ritmo y vuelven pesada la prosa: *mientras estaba corriendo; *iba a dar por terminada la carrera cuando…; *pensó en seguir dando zancadas hasta… Nada de tener que o deber de.
Ni mencionar cada pensamiento que le pasa por la cabeza (por su la cabeza) a quien huye: no es momento. Hay que correr. Tú estás en tu escritorio; el fugitivo, no.
Tampoco se te ocurra decir que el personaje va tenso o atenazado por la angustia. Mostrar, no explicar, ¿recuerdas?
Otro escenario distinto es el de un encuentro entre amantes, la descripción de los cuerpos, las minucias que captan los sentidos. Ahí te puedes entretener y alargar las frases. ¿Acecha algún peligro? Acecha, sí: los tópicos.
Hacer de la norma lingüística un dogma
La ortografía, salvo exigencias del guion, respétala, que da mucho de sí. Ahora bien, las reglas de estilo tómalas con prevención: a menudo son corsés cuando escribes literariamente. Si algo te interesa desarrollar en este sentido es la sensibilidad. La sensibilidad es capital en el contexto del cómo embellecer un texto literario.

Conocer la norma para saber qué hacer con ella.
De haberse plegado a los dictados de la corrección gramatical, más de un autor se habría visto en apuros. Cortázar no habría sobrevivido a sus frases encadenadas de quince o veinte líneas dedicadas a su Maga. Ni antes Proust a su Albertine. Ni después Saramago. Ni Fernando Aramburu, cuando escribe en Patria frases que terminan con la preposición de o el relativo que
Xabier supuso que le habrían dado el pésame en caso de.
Buscó palabras: acaban de comunicarme que, tienes que saber que.
O cuando incurre en falta de concordancia de ciertos tiempos verbales:
Al principio los barría con la escoba hacia la calle; pero algunos caían sobre los coches aparcados delante del portal y, claro, no es plan.
Tampoco cuando mezcla voces narradoras que originan abundantes intersecciones del estilo directo en el estilo indirecto:
Un felpudo con el dibujo de un autobús rojo de doble piso. Bittori afirmó con entusiasmo postizo que era precioso, pero para qué gastas, hija.
Ni Samuel Becket habría escrito las 80 páginas de Como es sin un solo signo de puntuación. Ni Camilo José Cela Cristo versus Arizona con un solo punto.
Cómo embellecer un texto literario… sin caer en la pereza
Evita los adverbios facilones y los adjetivos insulsos. Te recomiendo desterrar de tu vocabulario maravilloso, fantástico, ideal, fabuloso, increíble, alucinante, terrible, «supernosequé».
Decir que un cristal está frío es otra obviedad. O que es transparente. O que la nieve es blanca y la hierba verde; que una catástrofe es auténtica o la claridad, meridiana. ¿Es un dogma? No. Pero restan expresividad además de que empobrecen la capacidad de hacer asociaciones imaginativas.
De los adverbios terminados en -mente que no son imprescindibles 1, ya hablamos en esta entrada que te recomiendo repasar.
Y, si buscando cómo embellecer un texto literario he comenzado con noes, la próxima semana vuelvo con síes. ¡Palabra!
1 Al hilo de la norma y de cuando es necesaria, algo muy específico: ¿encuentras diferencias entre estas dos frases?:
De los adverbios terminados en -mente que no son imprescindibles, hablamos en esta entrada.
De los adverbios terminados en –mente, que no son imprescindibles, hablamos en esta entrada.
¿La encuentras? ¡Eureka!
Aunque un escritor que jugara con sus lectores, tal vez sería capaz de prescindir…
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