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Que las palabras que elegimos nos cambian no es algo que se me acaba de ocurrir porque haya tenido un acceso de iluminación. Ponemos nuestro estado de ánimo en sus manos. Así de simple. Son cambios pequeños, casi imperceptibles, en nuestra fisiología nerviosa.

Las palabras que elegimos nos cambian

¿Por qué no probar…?

Tampoco es nada nuevo si te digo que describimos el mundo con palabras. Que las escogemos para llegar a las demás personas y a nuestro propio interior. Que pensamos con ellas. 

Podría decirte que nuestra vida es una especie de plastilina a la que vamos dando molde con palabras.

Percibimos el mundo con el lenguaje y, a mayor arsenal lingüístico, mayor es el abanico de cosas que podemos observar e incorporar. Share on X

El filósofo Luis Castellanos es el autor de La ciencia del lenguaje positivo donde afirma precisamente eso: las palabras que elegimos nos cambian.

Cuando las palabras no sirven

Me refiero a que no sirven en un sentido que nos beneficie. Y es que las palabras que elegimos nos cambian, para empezar, el estado de ánimo. Para bien o para… menos bien.

Acuérdate de ti cuando vas al volante, esa vena que se te hincha al acecharte alguien por detrás dándote ráfagas de luz. Rápidamente traes a tu memoria aquel ácido transformado en elocuentes tacos, de cuando tus suprarrenales achicaban cortisol a tope.

Chica levantando dedo corazón y mordiéndose el labio inferior.

De momento, saco mi mala leche, aunque no arregle nada. ¡Ni mi moto ni yo nos apartamos!

En una ocasión nos forzaron a salir del coche por no haber obedecido a quien tuvo la ocurrencia de que:

  • O aumentábamos la velocidad en un cincuenta por ciento.
  • O nos ladeábamos; aunque ladearnos implicara hacer contorsiones o violentar a quien conducía en paralelo.

A mi acompañante se le ocurrió algo tan eficaz como hacer una peineta mientras procesaba… Mientras no procesaba.

Nos persiguieron hasta interceptarnos en un semáforo. Nos dijeron cosas muy feas y respondimos con cosas más feas aún. Los tipos se engancharon mientras las tipas calculábamos los riesgos de hacerlo, pero te ahorraré detalles desagradables. Solo añadiré que aún aplaudo a una providencial patrulla de agentes que pasaba por allí. Un escueto «¡circulen!» disolvió el acto cuando amenazaba con pasar a mayores.

Es una anécdota fea que relata la inutilidad de las palabras que escogemos en contextos así y con fines así. Solo consiguen que la mala leche sobrepase sus propios límites razonables 1.

Las palabras son potentes

El eco de las palabras persiste. A mí, ahora que te lo cuento, aún se me revuelven las tripas.

Las palabras que elegimos nos cambian

Tienen un efecto distinto. ¿Sí o no?

Hay experimentos que lo avalan: las palabras tienen tal potencia que hasta logran cambiar nuestra personalidad.

En 2009, la revista académica PLOS ONE publicó los resultados de un estudio en que los participantes habían recibido palabras de ánimo o de desánimo; esto, mientras llevaban a cabo tareas mecánicas de clasificación de estímulos visuales por criterios de color, forma, ubicación… El experimento demostró que los participantes respondían en tiempo récord cuando las expresiones eran de ánimo.

Cualquiera puede constatar el efecto de sus propias palabras cuando dice algo a alguien. O cuando se lo dice para sí. El lenguaje es capaz de modificar un estado de ánimo porque influye en las sinapsis cerebrales y en la química corporal.

Prueba a decir algo bonito a quien tengas delante. Algo que sientas y que tus palabras, sencillamente, reproduzcan. O todo lo contrario, que a buen seguro lo has hecho más de una vez y conoces los resultados; distintos, ¿verdad?

Las palabras que elegimos nos cambian

«No hay una palabra en el diccionario que describa lo que siento por ti».

Las palabras que elegimos nos cambian si…

… el impacto de sus significados es lo bastante poderoso.

Decirte a ti misma que «el día de hoy es genial aunque haya suspendido el examen» será difícil que te libre del bajón emocional. Necesitas una impresión de mayor calibre para que pierda intensidad, es decir, sentir un peso similar al de la puñeta del examen. Lo asegura —con otras palabras— António Damásio, neurocientífico experto en emociones. Frente a las situaciones, el cuerpo entrega una señal en razón de sus respuestas anteriores.

Las emociones de partida ante cualquier experiencia son: miedo, rabia, alegría. Luego, pasadas ya por el tamiz del aprendizaje social, tienen un rango más amplio. Y a mayor condicionamiento por hormonas de estrés, más acabas identificando lo que llamas yo con esa química que baña tu cuerpo. Hay un mar de culpabilidad en el que tus células se sienten en casa, a resguardo, cobijadas. La cascada de sustancias químicas tiene asegurada su supervivencia en ti.

La buena noticia es que las emociones de calibre positivo se entrenan. Y también las palabras que levantan acta de ello y abonan una bañera interna más saludable.

La clave es conjugar emoción y lenguaje. Ahí sí: las palabras que elegimos nos cambian. Y nos cambian, sobre todo, las que seleccionamos, las que seleccionas para contarte cosas a ti, aquellas con las que armas tus monólogos internos.

Es inteligencia emocional, es que puedas dar la forma deseada a tus experiencias, a tus esperanzas; de que puedas vivir con más alegría y salud.

 

 1 Nada más desagradable que dejarte provocar por una persona desequilibrada, irracional. Es más inteligente no entrar al trapo y, mejor aún, ganar la batalla sin tener que combatir. Al estilo zen. Y quedarse tan ancho. No imaginas qué efecto poderoso.

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