El tema continúa: el coronavirus y los límites de la casa en los que estamos confinados. O a los que estamos confiados. Dejémoslo en que unos nos sentimos confiados, como a resguardo, y otros, confinados, con la sensación de estar pagando un precio desmesurado; como a traición.
No sé si seremos capaces de normalizar esta brecha que nació siendo provisional y cuya provisionalidad sigue amenazada. Todavía el fin de semana anterior, con el estado de sitio decretado, hubo atascos para salir de Madrid; no sé si «Padenia»1 o «Palasierra», pero —en cualquier caso— ajenos a los aldabonazos de la pandemia. O, cuando menos, refractarios a las indicaciones.

El coronavirus haciendo de las suyas en cuanto ve una brechita (una ocurrencia).
La foto del momento tuvo la cara y la cruz: unos, poniéndose guantes dobles en el súper y empujando el carrito con los codos; otros, buscando caminos por donde huir.
Los límites de la casa
Los límites que el coronavirus ha impuesto sofocan y, como pasa con todo, sofocan a unos más que a otros. Hay portales en los que han colocado pasquines con números de teléfono a los que llamar si se sufre maltrato. Ladran, Sancho, señal que cabalgamos (aunque esto jamás lo dijera el Quijote), pero viene al caso: si en condiciones normales se perpetran fechorías en carnes próximas, qué no estará pasando en medio de estas condiciones anormales.
Hasta en el terreno virtual —tan hiperpresente ahora que el analógico ha adoptado nuevos matices— se ve esto: personas desconocidas entran a la gresca en hilos iniciados por otras personas desconocidas y por el mero gusto de oponerse; de decir aquí estoy yo y me opongo porque existo.
El coronavirus desembarca en Italia: las barbas nuestras, sin remojar
Hubo memes y risas en cuanto se difundió que el coronavirus había aterrizado en Italia. Ahora ya nos reímos menos. Ahora solo derribamos los límites de casa en foros transfronterizos: la ansiedad se calma viendo Netflix, petando el WhatsApp y… esperando a que esto pase. Ah, y que los propios salgan indemnes. Que esto pase y podamos volver a las andadas cuanto antes.
Ojo: ni soy monja de clausura ni estoy en contra de las andadas. Que viva el disfrute y que viva la evasión.
Coñe, pero no todo el rato. Si es todo el rato tiene otro nombre: se llama neurosis.
Que el coronavirus desembarcase tan cerca de nuestras costas no nos movió de las inercias. Cuando las barbas de tu vecino veas pelar, pon las tuyas a remojar, dice el refranero, sabio como es.
¡Nah!, pero qué tontería es esa.
Un bichito llamado coronavirus nos pone de rodillas
Somos una sociedad neurótica. O tienes una experiencia o te estás perdiendo algo. Hay que tener experiencias en cola, para que en cuanto termine una, otra le siga. Hasta comprarse unas deportivas o un libro —como si zambullirse en él no fuera suficiente— ha de ser una experiencia; incluso el alivio de los días laborables, encomendado al fin de semana, ha de ser experienciable. El finde, el mes de vacaciones, todo debe poder convertirse en promesa de felicidad; efímera, pero no importa: los sustitutos están ahí, al alcance de la mano.
La vida ha dejado de ser predecible. El coronavirus nos fuerza a vivir con lo desconocido de nosotros mismos. Clic para tuitearY llega un puñetero bichito con nombre de cerveza mexicana y nos pone de rodillas. Nos cierra las puertas. Nos fuerza a mantenernos en los límites de la casa. Sin bares ni restaurantes ni cines ni parques. Sin besos ni abrazos.

La mayoría de las casas tienen bastante más interés entre sus límites que esta de la foto.
Se acabaron las experiencias. Los estímulos han quedado confinados a lo que proveen los límites de la casa. La angustia, la depresión y el aburrimiento acechan. La casa expone con toda crudeza sus ruidos, más impúdicos que nunca: aspiradora, platos, cazuelas, lavadora, microondas, bayetas, estropajos. Hasta sacar los cacharros del lavavajillas nos cabrea.
Por cierto: los juegos están petando la cuota de anuncios en televisión. El sábado, en ese ratito de La Sexta, me horrorizó ver con cuánta impunidad asaltaban la cuarentena. Los ludópatas también son otra realidad devaluada.
El coronavirus, los límites de la casa y la experiencia
También hay para quienes todo esto de quedarse en casa se reviste de connotaciones nuevas y nuevos sentidos. Los ascetas, los disciplinados, los que siguen escrupulosamente rutinas y hábitos se adaptan mejor. No acaban con los monstruos, pero resisten con la ilusión de controlar algo. La propia voluntad y el cuerpo —su expresión más contundente— se ponen al servicio de los más aplicados.
He ahí la experiencia, centrada en el bienestar físico. De la mano, le sigue cierto sosiego mental. Está muy bien.
Es como si la vida hubiera quedado congelada en una foto fija. Los pájaros deben estar echando de menos el bullicio de las terrazas. Clic para tuitearSin embargo, tampoco es la panacea. Faltan las carreras, la contrarreloj del gimnasio, la adrenalina de la escalada o la de los pedaleos. Falta la tensión callejera o montañera, certificadora de que todo funciona y está bajo control.
Pero también los disciplinados seguimos haciendo ajustes con la realidad en virtud de pérdidas y ganancias; estas, menores, sin duda. La cuenta de resultados no se equilibra solo con el entrenamiento casero y la espera.
La invitación que pasa por el coronavirus y los límites de la casa
Este planteamiento centrado solo en pérdidas y ganancias no nos saca del atolladero. Esa idea del «mientras yo y los míos —el burro, por delante— nos libremos» sigue siendo neurótica. Ahí no hay entrega ni cuidado ni regalo que valga, sino darwinismo social en virtud del cual solo los más aptos sobreviven.
Nada de esto pasa porque cuadre con los intereses de alguien; o no nos cuadra a los nadies, que nos pilló organizando las vacaciones de Semana Santa.
También yo estoy deseando volver a mi normalidad y seguir adelante con mis contenidos habituales y mis proyectos —si el coronavirus y los límites de la casa no se oponen, será más pronto que tarde—. Pero el hecho aplastante es que seguimos presos de una situación que no hemos elegido.

Mira qué belleza. También esto es «gracias» al coronavirus. La imagen es cortesía de mi amigo Emilio Montes, a quien le toca ir y venir para atender a su madre.
Hace doce años me tocó vivir otra especie de cuarentena durante nueve largos meses y tampoco fue por elección. No hubo coronavirus, pero hubo zolocotrón y los mismos límites de la casa. Ante situaciones así, impuestas por la razón que sea —o la sinrazón—, hay una clave: decidir cómo respondemos a ellas. Para eso, hay que subir de nivel.
Pensar solo en términos de experiencias, de evasiones o de pura mirada ombliguista no sirve: es seguir siendo eternos adolescentes.
Sirve pasar a un cierto nivel dios, una posibilidad que siempre espera. Sirve hacer algo con la gestión de uno mismo.
Los límites de la casa, el coronavirus propiciatorio y el nivel dios
Este domingo pasado, en el programa Lo de Évole, Jordi Évole entrevistó a una camionera: una chica joven, con el pelo casi rapado y unos ojos grandes, elocuentes y tristes.
Contó cómo era su situación —igual a la de tantísimos otros conductores de reparto—: circunscrita a la cabina del camión, sin posibilidad de tomar algo caliente, ducharse o hacer ejercicio; sin ver siquiera a su pareja o a familiar alguno; sin saber cuándo podría volver a casa; llevando mercancías de acá para allá por carreteras fantasma y buscándose la vida para hacer sus necesidades.
Mientras, nosotros seguimos con la queja de que los límites de la casa son estrechos.
Los límites de la casa invitan a salir del frenesí al que la lógica mercantilista nos ha abocado; a valorar en qué términos nos relacionamos con el tiempo, los amigos, la familia, con nuestra propia actividad.
Imaginar el futuro deseado, ordenar armarios, hacer limpiezas extra, ejercicio; leer, escribir, holgazanear; decidir cómo distribuir el tiempo sin imposiciones del afuera. Rescatar la propia autonomía para escoger incluso el tipo de pensamientos: si lo llamas retiro voluntario por un bien mayor o, por el contrario, confinamiento forzoso, el sentimiento que le sigue no es igual.
Puedes decidir no quedarte en la superficie de las cosas.

La ciudad callada. Cortesía de Emilio Montes.
Hasta la Administración, tan poco dada a decidir en términos humanistas, ha priorizado la salud frente a la economía.
Siempre puedes empujar en tu cabeza los límites de la casa.
Propina 1
Queridas, queridos, esta cuarentena no es en Auschwitz. Aguarda de nosotros ese otro nivel. Desconozco qué significará esto para cada uno; para mí, es un estado sensible a la belleza, a la grandeza, a la generosidad que no pretende réditos.
Es tiempo de prepararse, de invertir en uno mismo para poder ofrecerse desde ahí.
Propina 2
Ya hace años que Silvio Rodríguez cantaba aquello de «la era está pariendo un corazón / no puede más, se muere de dolor / hay que acudir corriendo / pues se cae el porvenir».
Aquí, su canción, que no es sino una llamada a alcanzar ese nivel dios del que hablo.
Le he preguntado a mi sombra
A ver cómo ando, para reírme
Mientras el llanto, con voz de templo
Rompe en la sala regando el tiempo
Mi sombra dice que reírse
Es ver los llantos como mi llanto
Y me he callado, desesperado
Y escucho entonces
La tierra llora
La era está pariendo un corazón
No puede más, se muere de dolor
Y hay que acudir corriendo
Pues se cae el porvenir
La era está pariendo un corazón
No puede más, se muere de dolor
Y hay que acudir corriendo
Pues se cae el porvenir
En cualquier selva del mundo
Mi sombra dice que reírse
Es ver los llantos como mi llanto
Y me he callado, desesperado
Y escucho entonces
La tierra llora
La era…
Propina 3
Tú que escribes, escribe. Cuenta cómo estuvimos en esta y cómo salimos. Haz una diferencia solo con tu actitud.
1 Para quienes me leéis desde allende: Denia es un pueblo de la costa mediterránea. Cuando se decretó la pandemia, hubo atascos para salir de Madrid en dirección a la playa. El chiste fue que los madrileños que huían era porque habían entendido Pa(ra) Denia y no pandemia.